El silbido de la fusta cruzó el aire para apagarse en un chasquido sordo cuando se estrelló contra su nalga. Una fina línea roja se dibujó sobre la blanca piel y mi pene respondió con un ligero cabeceo. La fusta volvió al aire en tanto los músculos de sus piernas, al igual que mi pene, se tensaban. El segundo golpe cayó respondido, esta vez, por una convulsión de aquellas nalgas y un profundo gemido. Tres... cuatro... los gemidos se convirtieron en sollozos. Las convulsiones continuas y las piernas totalmente abiertas, me ofrecían la máxima vision de su sexo rasurado. Los rosados labios, el clítoris,... brillantes por los jugos rezumados.
Deslicé mi dedo índice por su ano y propiné una fuerte palmada que no esperaba, en su vulva. El gutural quejido llevó mi pene a la máxima extensión.
Me alejé de sus nalgas enrojecidas y ardientes para ponerme frente a ella. Los gemidos hacían bailar sus pechos firmes coronados por unos pezones duros como el acero y bañados generosamente por sus propias lágrimas. Sus ojos brillantes por el deseo, reflejaban también un punto de odio que activó mi propio temor y aún más, mi excitación. Aflojé la cuerda que mantenía sus brazos atados a la argolla del techo para que pudiera agacharse.
Paseé mi pene por sus pechos haciendole batallar con aquellos pezones que competían en tersura y dureza con él, bañandolo en lagrimas con las que se mezclaban hilillos de liquido preseminal. La hice arrodillarse y con mi mirada fija en sus ojos, introduje mi virilidad en su boca.
El contraste entre la frescura de las lágrimas y la calidez de aquella cavidad, me arrancó un gemido desde lo más profundo. Comenzó a succionar la caña arriba y abajo pasando su lengua en círculos por el glande. Los sollozos, que aún le duraban, daban un toque "más allá" a sus caricias. Solté sus manos que llevó de inmediato a mis nalgas atrayéndome hacia ella. Apretó los dientes sobre la caña del pene. La sensación era extraña y la erección máxima, alimentada por el temor creado a través de aquel punto de odio que había visto en sus ojos. Apretó aún más los dientes pero cuando le iba a responder con un quejido, sus uñas se clavaron en mi culo y estiraron de mi hasta lo más profundo se su garganta. Mi grito de dolor se mezcló con el gemido de placer a la vez que, de forma salvaje, me vaciaba dentro de aquella boca de la que resbalaba el esperma que no podía contener en su interior. Sus ojos me dedicaban una mirada muy perversa mientras las convulsiones retorcían mi cuerpo fuera del control mental.
Y aunque mis glúteos, al igual que los de ella y mi pene estaban doloridos, aquello era, tan solo, el inicio de una sesión que, de una u otra forma, duraría toda la noche hasta dejarnos rendidos, doloridos, saciados y satisfechos a través de esta otra forma de amor que, libremente, habíamos decidido vivir.
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