16/3/16

Iluminada de alba


Las seis de la mañana. La calle se va vistiendo de los inciertos colores del amanecer. Ella yace desmadejada sobre la cama. La piel perlada de sudor, el pelo mojado pegado a su frente.
La luz de la mañana gana, poco a poco, terreno a las sombras. Asciende por la cama, dibujando la brillante piel de ella que se mueve inquieta. Es joven aun. Los estragos del tiempo apenas han mordido su cuerpo. Son leves insinuaciones que se reflejan en la suave caída de las nalgas, en la incipiente y casi imperceptible curvatura de su vientre y el leve ceder de los pechos aún firmes, aún rotundos. El tiempo empieza a caminar por ella pero todavía resulta atractiva. Muy atractiva y tremendamente sensual.
En el ambiente flota el perfume de la noche de fiesta. En la cara, restos del maquillaje; los párpados ensombrecidos; ruinas de carmín sobre los labios para que resulte más sensual y excitante al imaginar todo lo expresado y soñado por su cuerpo en esa noche.
Los labios dibujan una sonrisa, preludio del gemido, quizá en recuerdo de caricias que su mano, abandonando la sábana y ascendiendo por la piel iluminada de alba, parece querer rememorar. Sus dedos, en tanto leves gemidos escapan de sus labios, recorren muy lentamente el muslo, los pliegues de la vulva, suben por el vientre rodean el crater del ombligo; continúan hasta dibujar el contorno de los pechos y trepan a ellos para enfrentar los duros pezones entreteniéndose en la caricia itinerante de una a otra cumbre. Descienden luego al profundo valle y suben con delicadeza por el cuello para contornear la barbilla, explorando los labios deslizándose en suave y sensual caricia. Sin esfuerzo, el pulgar se introduce en su boca que lo recibe con sumo agrado.
Con él sumergido en la cálida y húmeda cueva, ella se gira hasta colocarse en posición fetal y entrar en ese profundo sueño que libera de todo lo terrenal. De todo lo mundano.

15/3/16

Sobre el acantilado


Nos conocíamos desde hacia tiempo pero, a pesar de existir una cierta atracción, dadas las circunstancias, nunca habíamos dado un paso el uno hacia el otro.
Aquel día, Ane, mi mujer, me pidió que la llevase al aeropuerto. Se iba por viaje de trabajo durante una semana. La sorpresa vino cuando, al recogerla, estaba con Enara. Vendría con nosotros porque tenían que ultimar unos detalles y aprovecharían la espera al embarque para hacerlo. Enara era, además de la mejor amiga de Ane, una pieza fundamental en su trabajo.
Cuando despegó el avión me ofrecí a llevarla de vuelta pero me dijo que no iría ya a trabajar así que como yo tampoco tenia nada que hacer, me propuso ir a algún bar de la costa, comer algo y dar un paseo. No vi nada malo en ello y acepté
Nos sentamos junto a la ventana que ofrecía una magnifica vista del mar y del acantilado. Hablamos de tonterías, cosas sin importancia, mientras compartiamos la comida y una botella de vino. Cuando acabamos, a pesar de que el cielo amenazaba tormenta, nos fuimos dando un paseo por el borde del acantilado, un lugar tan bonito como desierto en aquella tormentosa tarde de verano. Ciertamente, era muy fácil estar con Enara. Había confianza. La conversación surgía de forma natural y tanto ella como yo, nos sentíamos muy agusto.
De pronto sonó un trueno y los cielos se abrieron. Nos cogimos de la mano y comenzamos a correr. Inútil. Era tal el chaparrón que en dos minutos estábamos como si nos hubiésemos caído al mar. Nos paramos y comenzamos a reír. Por fortuna el sofocante calor hacia agradecer el agua. Me quede observándola. El pelo pegado a su cabeza y a la piel de su cuello. El ligero vestido marcando cada curva de su cuerpo. Dibujando los pezones duros y desafiantes, los pechos generosos y aún firmes, la linea de su vientre, la curva de las caderas, los muslos, la depresión de su sexo, la linea del tanga por debajo de la tela. Nuestras miradas se cruzaron y ella bajó la cabeza. Cogí su mano y la atraje hacia mi. Nuestros labios se apretaron en un beso cargado de ansia, de pasión, de lujuria. Cuatro manos buscaron la piel de dos cuerpos cegados de deseo, ávidos de placeres. Nos tumbamos en la hierba bajo la lluvia. Estiré de su vestido buscando su piel desnuda y caliente. Ella desnudó mi torso y bajó mis pantalones haciéndose, sus manos, dueñas de todo mi cuerpo. Y allí, sobre el acantilado, bajo la lluvia, nos besamos, nos exploramos, nos bebimos con una pasión sin limites, hasta satisfacer un deseo y una lujuria mucho tiempo contenida.
Empapada y llena de barro, la dejé envuelta en un pareo de Ane que llevaba en el coche, en la puerta de su casa, dos besos en las mejillas para decirnos adiós y jamás, en todos los años que seguimos encontrándonos, dijimos una palabra sobre aquella tarde de lluvia.

14/3/16

El error


-Entonces así. A las diez en los jardines frente al museo. Junto a la estatua. Gracias.
Marta colgó el teléfono y se relajó en el asiento trasero del coche, acariciandose por encima de la ropa mientras su mente volaba hasta el último encuentro con Ricardo. Cuando oyó el ruido de un coche aparcando al lado del suyo, abrió la puerta.
Javier se acercó lentamente y se asomó al interior. La encontró semitendida en el asiento, desnuda la piel de sus torneados muslos y rotundos los pechos que la blusa entreabierta mostraba generosamente.
Lo recibió con una sonrisa invitadora que le hizo sentir un latigazo en la entrepierna. Entró y cerró la puerta.
Lo rodeó con los brazos buscando la humedad de sus labios y la firme suavidad de sus manos. Los besos le quemaron la piel. Las caricias la transportaron a un mundo de gozo y placer. Buscó el cuerpo masculino, dibujó sus contornos y se rindió a los sentidos.
Cuando entró en ella se acoplaron perfectamente. Se fundieron en uno y se sumergieron en una danza cargada de lujuria que les llevó, sin remedio, al éxtasis. Los jadeos y los gemidos cesaron y cayó sobre ellos un silencio relajado y cómplice.
Pero Marta no se engañaba. Sabia lo que tenía. Miró a Javier a los ojos y lo apartó con un gesto pícaro en la cara.
-Habíamos quedado en...
-Perdón,  -dijo él- creo que se confunde.
-Pero... ¿no le envía la agencia?
-No. Disculpeme. A mi me contrató su marido para que investigase si usted tenia un amante.
Eran las diez. Las puertas del museo se abrieron y un grupo de japoneses corrió hacia el jardín para acosar a la estatua con sus cámaras.

11/3/16

Amor en «off»


Estoy tumbado en mi cama. Solo pero pensando en ella. Más que pensarla, la vivo. Cierro los ojos y la veo frente a mi en el esplendor de su desnudez. Soy consciente de mi soledad pero mi mente me traiciona y ella sigue ahí, frente a mi. El aroma de su piel va, poco a poco, extendiéndose por la habitación. Me recreo en su cuerpo.
El cabello, moreno y ondulado, cayendo sobre sus hombros; los ojos, verdes y chispeantes, con ese brillo y esa alegría que me desarma; la boca de labios carnosos, húmedos y sensuales. Esos labios que tantan veces he besado, que tanto placer me han dado recorriendo cada rincón de mi piel sin olvidar un solo pliegue, un solo poro.
Los pechos que parecen apuntar directamente a mis labios; pechos que tantas veces he acariciado, apretado, lamido, besado, gozado... coronados por pezones pequeños, duros y desafiantes que saben de mis labios, de mis dientes, de mis dedos.
A estas alturas, mi miembro ha decidido, por si solo, despertar y hacerse portavoz de mi mente así que lucha por escapar de la prisión de tela del slip. No le hago mucho caso. Me duele su ausencia y, a pesar de revivirla, no estoy para festejos. Lo miro y le dedico un gesto cómplice, que espero entienda, y sigo a lo mío.
Recreo su vientre. Las veces que mi lengua lo han recorrido trazando camino hacia lugares más cálidos y profundos que la fosa de su ombligo; las veces que mi boca se perdió por las lineas oblicuas de sus ingles huyendo, para no llegar antes de tiempo, del rizado bosque de su pubis. Igual que ahora en que mi mente, por recrearse aún más, la hace girar para perderme en su espalda hasta la vaguada de sus nalgas. Recorro las rojas marcas que mis dedos dejaban en ellas, apasionados acariciares que, en alguna ocasión, hasta levantaron su piel las uñas descontroladas por la fugaz convulsión de un placer extremo, y llegar a la redondez de que supo provocar en mi el deseo y la lujuria y en la que tantas veces perdí el sentido frente al aroma y el calor de la cercana y definitiva gruta.
Vuelve a cabecear mi miembro reclamando su protagonismo en este revivirla. Lo libero. Quizá sea un poco más de mí para recrear la mayor intimidad de ella. Y con su libertad vuelvo al recuerdo. Desciendo por las piernas, los muslos por detrás son sin duda la parte menos gozada de ella, hasta llegar a sus pies y ascender por delante, más allá de sus rodillas, a la piel suave tantas veces apretada contra mis orejas, preludio y antesala de la cueva en que revierten los mayores gozos.
Mi miembro inicia una danza loca, un cabeceo sin fin coronado por una incipiente y brillante lágrima. Le dedico una leve caricia en un acto reflejo fuera de una intencionalidad dominada por el más primigenio instinto. Mis ojos, y mi recuerdo, se clavan en esa gruta provocándome una oleada de calor que me obliga a abrir la boca en un gemido. Un escalofrío recorre mi espalda y mi mano, obediente a él, se cierra sobre el pene. Me adentro en el bosque. La lengua en la seda, rizos que los labios alisa empapándolos de saliva en un juego que enerva los sentidos. Roces sutiles, besos,  el deslizar de la lengua por los labios henchidos y húmedos recogiendo los jugos acres y tibios que las caricias hacen brotar.
Mi mano sube y baja lentamente en una coreografía que la mente ya no controla. Se mezclan mis recuerdos con los de ese apéndice que impone los propios de su roce y deslizar en esas pieles resbaladizas por los jugos propios y ajenos. Su dominio arrastra la otra mano hasta la boca para humedecer sus dedos y regresar emulando la lengua cálida y mojada que entretenía su juego.
Pero mi mente no ceja. El recuerdo me inunda de olores. De calor. Del rezumar de un manantial en el que, temblando de deseo, hundo la boca para lamer sus paredes, labios que se hinchan y se abren para acoger los besos, las caricias sobre el pequeño émbolo que cuida la entrada y permitir que la lengua penetre en busca de sabores en ningún otro lugar imaginables. Siento el fluir de los líquidos. Cómo inundan mi boca. Cómo se mezclan con mi saliva. La mano se mueve con más rapidez. Mis recuerdos evolucionan. El pene sustituye a la lengua. Las paredes de la gruta se cierran sobre él y lo aprietan herméticamente. Las piernas se cruzan sobre si mismas para evitar que escape y llevarle hasta lo más profundo. El vaivén se transmite a mi mano haciéndome jadear en busca de más aire. El calor, centrado en él, me fuerza a un respirar agitado y a olvidarme del resto de mi. Me paralizo al sentir que el manantial se inunda llamando a mis propios jugos. Las piernas cruzadas en un último espasmo, me empujan hasta lo más íntimo y con un grito brutal, me dejo ir en un chorro que inunda mi mano y cae sobre el propio sexo.

7/3/16

Placer picante


El silbido de la fusta cruzó el aire para apagarse en un chasquido sordo cuando se estrelló contra su nalga. Una fina línea roja se dibujó sobre la blanca piel y mi pene respondió con un ligero cabeceo. La fusta volvió al aire en tanto los músculos de sus piernas, al igual que mi pene, se tensaban. El segundo golpe cayó respondido, esta vez, por una convulsión de aquellas nalgas y un profundo gemido. Tres... cuatro... los gemidos se convirtieron en sollozos. Las convulsiones continuas y las piernas totalmente abiertas, me ofrecían la máxima vision de su sexo rasurado. Los rosados labios, el clítoris,... brillantes por los jugos rezumados.
Deslicé mi dedo índice por su ano y propiné una fuerte palmada que no esperaba, en su vulva. El gutural quejido llevó mi pene a la máxima extensión.
Me alejé de sus nalgas enrojecidas y ardientes para ponerme frente a ella. Los gemidos hacían bailar sus pechos firmes coronados por unos pezones duros como el acero y bañados generosamente por sus propias lágrimas. Sus ojos brillantes por el deseo, reflejaban también un punto de odio que activó mi propio temor y aún más, mi excitación. Aflojé la cuerda que mantenía sus brazos atados a la argolla del techo para que pudiera agacharse.
Paseé mi pene por sus pechos haciendole batallar con aquellos pezones que competían en tersura y dureza con él, bañandolo en lagrimas con las que se mezclaban hilillos de liquido preseminal. La hice arrodillarse y con mi mirada fija en sus ojos, introduje mi virilidad en su boca.
El contraste entre la frescura de las lágrimas y la calidez de aquella cavidad, me arrancó un gemido desde lo más profundo. Comenzó a succionar la caña arriba y abajo pasando su lengua en círculos por el glande. Los sollozos, que aún le duraban, daban un toque "más allá" a sus caricias. Solté sus manos que llevó de inmediato a mis nalgas atrayéndome hacia ella. Apretó los dientes sobre la caña del pene. La sensación era extraña y la erección máxima, alimentada por el temor creado a través de aquel punto de odio que había visto en sus ojos. Apretó aún más los dientes pero cuando le iba a responder con un quejido, sus uñas se clavaron en mi culo y estiraron de mi hasta lo más profundo se su garganta. Mi grito de dolor se mezcló con el gemido de placer a la vez que, de forma salvaje, me vaciaba dentro de aquella boca de la que resbalaba el esperma que no podía contener en su interior. Sus ojos me dedicaban una mirada muy perversa mientras las convulsiones retorcían mi cuerpo fuera del control mental.
Y aunque mis glúteos, al igual que los de ella y mi pene estaban doloridos, aquello era, tan solo, el inicio de una sesión que, de una u otra forma, duraría toda la noche hasta dejarnos rendidos, doloridos, saciados y satisfechos a través de esta otra forma de amor que, libremente, habíamos decidido vivir.