11/3/16

Amor en «off»


Estoy tumbado en mi cama. Solo pero pensando en ella. Más que pensarla, la vivo. Cierro los ojos y la veo frente a mi en el esplendor de su desnudez. Soy consciente de mi soledad pero mi mente me traiciona y ella sigue ahí, frente a mi. El aroma de su piel va, poco a poco, extendiéndose por la habitación. Me recreo en su cuerpo.
El cabello, moreno y ondulado, cayendo sobre sus hombros; los ojos, verdes y chispeantes, con ese brillo y esa alegría que me desarma; la boca de labios carnosos, húmedos y sensuales. Esos labios que tantan veces he besado, que tanto placer me han dado recorriendo cada rincón de mi piel sin olvidar un solo pliegue, un solo poro.
Los pechos que parecen apuntar directamente a mis labios; pechos que tantas veces he acariciado, apretado, lamido, besado, gozado... coronados por pezones pequeños, duros y desafiantes que saben de mis labios, de mis dientes, de mis dedos.
A estas alturas, mi miembro ha decidido, por si solo, despertar y hacerse portavoz de mi mente así que lucha por escapar de la prisión de tela del slip. No le hago mucho caso. Me duele su ausencia y, a pesar de revivirla, no estoy para festejos. Lo miro y le dedico un gesto cómplice, que espero entienda, y sigo a lo mío.
Recreo su vientre. Las veces que mi lengua lo han recorrido trazando camino hacia lugares más cálidos y profundos que la fosa de su ombligo; las veces que mi boca se perdió por las lineas oblicuas de sus ingles huyendo, para no llegar antes de tiempo, del rizado bosque de su pubis. Igual que ahora en que mi mente, por recrearse aún más, la hace girar para perderme en su espalda hasta la vaguada de sus nalgas. Recorro las rojas marcas que mis dedos dejaban en ellas, apasionados acariciares que, en alguna ocasión, hasta levantaron su piel las uñas descontroladas por la fugaz convulsión de un placer extremo, y llegar a la redondez de que supo provocar en mi el deseo y la lujuria y en la que tantas veces perdí el sentido frente al aroma y el calor de la cercana y definitiva gruta.
Vuelve a cabecear mi miembro reclamando su protagonismo en este revivirla. Lo libero. Quizá sea un poco más de mí para recrear la mayor intimidad de ella. Y con su libertad vuelvo al recuerdo. Desciendo por las piernas, los muslos por detrás son sin duda la parte menos gozada de ella, hasta llegar a sus pies y ascender por delante, más allá de sus rodillas, a la piel suave tantas veces apretada contra mis orejas, preludio y antesala de la cueva en que revierten los mayores gozos.
Mi miembro inicia una danza loca, un cabeceo sin fin coronado por una incipiente y brillante lágrima. Le dedico una leve caricia en un acto reflejo fuera de una intencionalidad dominada por el más primigenio instinto. Mis ojos, y mi recuerdo, se clavan en esa gruta provocándome una oleada de calor que me obliga a abrir la boca en un gemido. Un escalofrío recorre mi espalda y mi mano, obediente a él, se cierra sobre el pene. Me adentro en el bosque. La lengua en la seda, rizos que los labios alisa empapándolos de saliva en un juego que enerva los sentidos. Roces sutiles, besos,  el deslizar de la lengua por los labios henchidos y húmedos recogiendo los jugos acres y tibios que las caricias hacen brotar.
Mi mano sube y baja lentamente en una coreografía que la mente ya no controla. Se mezclan mis recuerdos con los de ese apéndice que impone los propios de su roce y deslizar en esas pieles resbaladizas por los jugos propios y ajenos. Su dominio arrastra la otra mano hasta la boca para humedecer sus dedos y regresar emulando la lengua cálida y mojada que entretenía su juego.
Pero mi mente no ceja. El recuerdo me inunda de olores. De calor. Del rezumar de un manantial en el que, temblando de deseo, hundo la boca para lamer sus paredes, labios que se hinchan y se abren para acoger los besos, las caricias sobre el pequeño émbolo que cuida la entrada y permitir que la lengua penetre en busca de sabores en ningún otro lugar imaginables. Siento el fluir de los líquidos. Cómo inundan mi boca. Cómo se mezclan con mi saliva. La mano se mueve con más rapidez. Mis recuerdos evolucionan. El pene sustituye a la lengua. Las paredes de la gruta se cierran sobre él y lo aprietan herméticamente. Las piernas se cruzan sobre si mismas para evitar que escape y llevarle hasta lo más profundo. El vaivén se transmite a mi mano haciéndome jadear en busca de más aire. El calor, centrado en él, me fuerza a un respirar agitado y a olvidarme del resto de mi. Me paralizo al sentir que el manantial se inunda llamando a mis propios jugos. Las piernas cruzadas en un último espasmo, me empujan hasta lo más íntimo y con un grito brutal, me dejo ir en un chorro que inunda mi mano y cae sobre el propio sexo.

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