1/2/17

SI

Aquel cuerpo fresco, joven, casi infantil, me atraía como un imán. No podía evitarlo. Tampoco quería. Vivía dentro de mí. La suave piel de los muslos aparecía y desaparecía al ritmo de unos andares descarados y del bamboleo que provocaban en los cortos vestidos veraniegos; la firmeza de unas nalgas que, apenas cubiertas por la mínima braguita del bikini, yo deboraba con la vista durante las interminables sesiones de piscina; los pechos pequeños de rosados pezones que las tardes de siesta me habían ofrecido desnudos a través de la ventana abierta, velados apenas por las ligeras cortinas que la fresca brisa hacía bailar a su antojo; y la suave curva del vientre descendiendo hasta el monte de Venus que cien veces había entrevisto cubierto de sedoso vello.
Nos habíamos reunido todos en la vieja casona familiar de las islas para pasar aquellas cortas vacaciones y ello me estaba permitiendo no solo observar el objeto de mi deseo si no también, lograr una completa colección de fotografías de aquel cuerpo que me encendía la más oculta pasión y nublaba mi entendimiento. Pasaba las fotos de la cámara al móvil para encriptarlas. Nadie podía descubrirlas. Ella era mi pasión secreta, mi pecado. Si alguien, incluida mi esposa, descubriese esta obsesión por la joven hija de mi hermano, el escándalo estaba servido. Solo yo lo sabía. Solo yo disfrutaba de la visión de su cuerpo entre la pasión y la culpa. Comprendía que estaba mal, que era amoral y sin embargo, cada día acechaba sus movimientos para conseguir más y más fotos, para ver de ella todo aquello que el menor descuido por su parte me permitiese. Me remordía la conciencia, si, pero el deseo y la lujuria que su visión me provocaban la acallaban sin réplica alguna por parte de mi abotargada razón. Soñaba con ella y suspiraba porque un día se entregase a mi, por poder tener aquella piel entre mis brazos, acariciarla, besarla, sentirla vibrar, llevarla al goce total, hacerla disfrutar y lograr que se fundiera con la fiebre de la mía. Pero estaba paralizado. Nunca daría el paso necesario. La culpa, la verguenza o, tal vez, la cobardía me hacían mantenerme, ante ella y ante los demás, como se esperaba que lo hiciese un tío, un pariente en el que confiaban.
Aquel día había fiesta. Casi todos los adultos del pueblo participaban de ella a fin de llevar la ilusión y la felicidad a los más pequeños. También mi sobrina, mi mujer, mi cuñada, mi madre... Por ello, no volverían a casa hasta la madrugada o quizás el amanecer. Yo me fui a casa. Cené con mis padre y mi hermano pero  me retiré pronto a la habitación. Revisé las fotos conseguidas durante el día, muchas de ellas robadas, pasandolas al móvil mientras aprovechaba para ver, deleitandome, las que ya tenía guardadas.
Aquel cuerpo de mi obsesión se mostraba ante mis ojos por partes. Unas a través de la tela, otras desnudas. De nuevo recorrí sus ojos; los labios sensuales; la lengua sonrosada asomándose pícara entre ellos; los lóbulos de las orejas; el cuello; los pechos, uno y otro, cubiertos en parte, nublados por los visillos, desnudos al contraluz de las tardes cálidas y luminosas; las nalgas; los muslos a trozos, enteros, poco a poco y el sexo velado que si bien se ocultaba en su esplendor a la cámara, mi mente imaginaba supliendo con creces la realidad de la imagen. Y regresé a los ojos. Unos ojos que, desde la pantalla, me miraban brillantes, sonrientes, alegres... ¿provocadores? Dudé. Sería yo. Mis ansias, mi locura, me desataba la imaginación. Me dormí con ellos en la mente, con toda ella, con su cuerpo, con su risa y entré en un sueño agitado, un duermevela que me hacía sentirla a mi lado, tendida junto a mi, regalándome sus caricias y recibiendo las mías; me quemaba la piel allí donde soñaba que sus labios la besaban y me despertaba sobresaltado por el miedo y la culpa.
Y en aquella agitación vi entrar en la habitación la figura femenina envuelta en sedas, turbantes y velos propios del disfraz de la fiesta del día. La lógica, tan dormida como yo, me dejó creer que se trataba de mi mujer. Se acercó a la cama. Una boca cálida y húmeda se apoderó de la mía desatando mi deseo y logrando que le respondiera con avidez mientras unas manos buscaban mi piel, acariciaban mi torso y descendían por el vientre para que los labios, olvidados ya de los míos, ocupasen los espacios que ellas abandonaban. Predispuesto como estaba por los sueños, no tardaron en arrancarme gemidos que se convirtieron en un grito ahogado cuando se adueñaron del pene que, orgulloso, aceptaba el reto.
Para entonces, también mis manos buscaban entre las telas, y como podían, aquella piel ardiente que acariciaban recreándose en sus curvas, en sus valles, en sus pliegues arrancando, a su vez, susurros, jadeos, gemidos. Adivinaba acelerada a mi compañera, como si tuviese cierta prisa, un ansia desbocada que acrecentaba mi deseo tanto como el suyo que se reflejaba en... aquellos ojos!. Mi excitación estaba al máximo. También mi locura. Hice que se tumbara boca arriba sobre la cama, aparté el vestido torpemente y, colocándome entre sus muslos, me introduje en ella. Lanzó un pequeño grito pero enseguida me rodeó la cintura con las piernas acoplándo a la perfección nuestros movimientos. Tenía la mente tan nublada, todos los sentidos puestos en mi propio goce y en el placer de ella, que incluso noté unas manos posadas sobre mis nalgas empujando hasta hacerme llegar a lo más profundo de aquella gruta que estrangulaba mi virilidad. Grité, gritó, gritamos y estallamos los dos en un intenso orgasmo en el justo momento  que se encendía la luz y una mano de mujer retiraba el turbante de la cabeza de mi compañera. Mi sobrina me miraba con cara de satisfacción mientras la de mi mujer presentaba una sonrisa cómplice.
-¿Te ha gustado tu regalo de Reyes? -preguntó.

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